sábado, 11 de enero de 2014

El ceniciento

Han pasado un par de semanas desde que vi a ese chico por primera vez en el bar y aún tengo su imagen grabada en la memoria. ¿Puede alguien impregnarse en tu cerebro y quedarse atascado ahí?
Volví al bar, cada día. Esperando verle de nuevo, esperando que su nueva lista no tratara de cortinas y mesitas de noche si no...por ejemplo de citas que esperaba tener, ¡una lista donde yo estuviera al menos en cuarta posición!
Dios, la cabeza y demasiado tiempo para pensar te hacen decir este tipo de chorradas.
Además, ahora no quería citas, en estos momentos, después de tanto tiempo pensando que había dado el último primer beso, lo que me apetecía eran más besos, con muchos, muchos otros hombres. Hombres nuevos.
¿Nos volvemos locas las mujeres en el proceso post-relación? ¿Estamos más...cachondas? ¿Somos capaces de comer una tarrina de helado de chocolate por día?
Cinco de enero, primera noche de reyes sola. ¿Quería yo pasarla sola? Bueno, y si no..¿con quien?
Las dudas asaltaban mi cabeza, largas horas en pijama bailando por las esquinas de casa y la agenda de teléfonos revisada unas diez veces.
Estaba a punto de llamar a los vecinos e invitarles a helado...¡cuando se me iluminó algo en mi interior! El camarero.

A ver, el camarero del bar donde había ido día si día también me había estado mandando señales continuamente...miradas, saludos, sonrisas, cafés gratis...tapas gratis...y yo no había reaccionado. Muy bien Asia, eres idiota. Te obsesionas con uno y no ves más allá.

Pero nunca es tarde.
Revisión del armario. Desorden total. Creación del más absoluto kaos entre las piezas de ropa, pero mi cuerpo ya lucía un bonito vestido azul marino con un buen escote. Puse la canción de "Dog days are over" a todo volumen y empecé a saltar por casa haciendo piruetas hasta detenerme en el espejo gigante de la entrada. Un  vestido así, requería unos zapatos elegantes. Y yo, odiaba los tacones. Pero esa noche tocaba lucirlos, sí, era el momento de abrir el cofre del tesoro y ponerme aquel par de preciosidades que me costaron lo menos doscientos euros y que utilicé una vez en la boda de una prima de Jose, a la que había visto dos veces en mi vida.

Chaquetita negra para soportar el frío que si todo iba según lo previsto duraría poco y fumar el cigarro de la "emoción" o en todo caso de "calmar la emoción" dirección al bar.

Este día el bar estaba lleno de gente, y yo sola. Por poco tiempo. Me senté en la barra y saludé amable, él respondió con un guiño y en menos de lo que canta un gallo ya tenía un gintonic entre mis manos.

Después de quitarme de encima algún que otro cliente pesado y de ir un poco tocada, el camarero se sentó a mi lado, ya no quedaba mucha gente a la que atender.

- ¿Que haces por aquí sola?
- Es que no podía quedarme en casa despierta, no pasarían los reyes.
- ¿Quieres esperar en la mía mientras pasan por la tuya? A mi, total, seguramente solo me caerá carbón.

No me pareció ingenioso, pero me entraron unas ganas locas de quitarle camiseta, pantalones y lo que hubiera debajo de esos pantalones.

- Última copa y nos vamos.

Y si señor, que no costó nada, que ahí estaba yo, borracha como una cuba camino a casa del camarero, del que, por cierto, no sabía tan siquiera el nombre.

Subimos a su piso, primero nos descalzamos en el comedor, nos acomodamos en el sofá, tomamos la última copa que desencadenó en un beso largo y tendido ¡otro primer beso Asia, al fin! y ya me agarró en sus brazos para trasladarme a la habitación.

Ahora podría mentiros y decir que fue un polvo fantástico, el mejor de mi vida y que me corrí varias veces. Pero no. Y no lo cuento porque lo siguiente que recuerdo después de que me intentara quitar el vestido torpemente es despertarme. Despertarme sin saber si quiera si me había gustado, o qué habíamos hecho. Me sentí mal. No estaba acostumbrada a este tipo de cosas y encima que las hacía ¡era inconsciente por culpa del alcohol! ¡¡¡Nooo!!!

¿Quizá no hicimos nada y caí desmayada como Blancanieves? ¿Me envenenaría con una manzana roja?

La verguenza me empujó a levantarme en silencio, vestirme como pude y andar sigilosamente hasta estar fuera de peligro, fuera de su piso.

Una vez superada la huida con éxito, cerré la puerta suavemente.

¡¡¡¡Mierda!!!!

Mis zapatos.

Había olvidado mis zapatos en el comedor. Oh no. Mis zapatos de doscientos euros. Estuve a punto de volver a llamar, pero la verguenza por los actos cometidos me obligó amablemente a irme, en las zapatillas de estar por casa de mi Ceniciento.

Él cual quizá, se dedica a tocar timbres en busca de la afortunada que tenga esa talla. Y afortunada será porque eran ¡unos zapatos increibles!

Cuando volví al portal, por suerte no había mucha gente, pero justo cuando abrí la puerta para entrar en casa, salía alguien de la casa de enfrente. Una chica alta, guapa, bien vestida, con el pelo rizadísimo.

- Buenas...

- Hola - contestó.

Automáticamente su vista bajó hacía a bajo y vio mis zapatillas.